La felicidad se basa en la verdad. Es imposible fabricar la verdad o someterla a los propios caprichos; se nos da y hay que inclinarse ante ella. El hombre no puede conquistarla; frente a la verdad es sólo un mendigo que debe servirla.
Aunque María ha acogido el anuncio y ha pronunciado su sí, no ha hecho más que entrar en una verdad que se le comunicaba. No fue ella quien la descubre, ni se ha adueñado de la verdad. María entra en algo que le acontece. Con temor y confianza. No habla, escucha. Es toda oídos. Aunque tenga labios y lengua. Dios y el niño que va a llegar determinan totalmente su existencia. La vida es para ella espera y esperanza y ninguna actitud es tan respetuosa del tiempo como esta actitud de adviento, todo espera. En toda la narración de la anunciación se presta muy poca atención al corazón de María, a su yo, a su psicología. Aprendemos mucho más de lo que acontece en Dios que en María. Este amor a la verdad hunde sus raíces en una profunda humildad de creatura («Aquí está la esclava del Sefíor»). María tiene fe. Por eso da crédito ilimitado a lo que viene de Dios: «Hágase en mí según tu palabra».
El único camino hacia la felicidad consiste en ser hombre, mujer de adviento: uno que escucha más que habla, sobre todo uno que es consciente de que «nada es imposible para Dios». Si Dios nos da poco, significa que hemos esperado poco: y, de hecho, es imposible alimentar a alguien que no tenga hambre.
fuente: reflexionescatolicas.com