Adviento quiere decir Dios que viene, porque quiere que «todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4). Y esa salvación nos invita a todos nos invita a una preparación penitencial. Si Jesús viene para salvarnos, nosotros debemos reconocer que nos hemos alejado de su presencia y debemos volver nuestros ojos hacia él. Por eso una de las actitudes propias de este tiempo es la conversión, y esta fue también nota predominante de la predicación de Juan Bautista. Ya en ésta segunda semana, la liturgia nos lleva a reflexionar con la exhortación del profeta Juan Bautista: “Preparen el camino, Jesús llega”.
Juan el Bautista y María son los dos grandes ejemplos de una espiritualidad como nos la pide el Adviento. Por eso, dominan la liturgia de ese período. ¡Fijémonos en Juan el Bautista! Está ante nosotros exigiendo y dando testimonio, ejerciendo, pues, ejemplarmente la tarea encomendada como precursor del Salvador. Él es el que llama con todo rigor a la conversión, a transformar nuestro modo de pensar. Quien quiera ser cristiano debe “cambiar” continuamente sus pensamientos. Nuestro punto de vista natural es, desde luego, querer afirmarnos siempre a nosotros mismos, pagar con la misma moneda, ponernos siempre en el centro. Quien quiera encontrar a Dios tiene que convertirse interiormente una y otra vez, caminar en la dirección divina. Es preciso convertirse, transformarse interiormente, vencer la ilusión de lo aparente y hacerse sensible, afinar el oído y el espíritu para percibir lo verdadero. El llamado del Bautista a la conversión es una dar una nueva dirección a vuestra mente, disponerla para percibir la presencia de Dios en el mundo, cambiar vuestro modo de pensar, considerar que Dios se hará presente en el mundo en medio de nosotros y por vosotros. Ni siquiera Juan el Bautista fue ajeno al difícil acontecimiento de transformar su pensamiento, de convertirse. ¡Cuán cierto es que éste es también el destino de cada fiel cristiano que anuncia a Cristo, al que conocemos y no conocemos!
Prefigurando a este profeta del Cordero de Dios, está el profeta Isaías. En sus palabras resuena el eco de la gran esperanza que confortará al pueblo elegido en tiempos difíciles y trascendentales, en su actitud y sus palabras se manifiesta la espera, la venida del Rey Mesías. Él anuncia una esperanza para todos los tiempos. En nuestro tiempo conviene mirar la figura de Isaías y escuchar su mensaje que nos dice que no todo está perdido, porque el Dios Fiel en quien creemos no abandona nunca a su pueblo, sino por el contrario, le da la salvación. Y eso se ve reflejado en la primera lectura de todos estos domingos del adviento. Isaías anuncia y proclama la promesa de salvación y el evangelio cumple con esa promesa a través de Juan el bautista y de la Virgen María.
Por esta razón es necesaria una preparación interior, es necesaria la conversión. Convertirse es siempre volverse de… para volverse a Jesús como Salvador, para tener salvación y Vida Nueva. Es un camino en el que hay que dar un giro de regreso por estar yendo en la dirección incorrecta; darse cuenta del error, decidirse a dar media vuelta y dirigirse después en dirección correcta.
En cada momento de conversión se puede dar un brinco fuerte y alto; o bien, brincos débiles y muy sencilllos, pero siempre es salir de… e ir a… subir siempre hacia más arriba.
En un termómetro, hay bajo cero y sobre cero. La primera conversión es salir de bajo cero, y la conversión permanente, es estar ya sobre cero, e ir dejando el hombre viejo y llegar a plenitud del hombre nuevo, según la invitación a ascender, el Espíritu Santo en nuestro interior nos impulsa a hacerlo. Es dejar morir al hombre viejo, al pecado, a la carne; y caminar y ascender hasta la total transformación en Jesús.
La conversión es un ejercicio permanente en la vida del cristiano. Es, no sólo salir del pozo abismal de la oscuridad y caminar a pleno día en el llano, sino que es ir muriendo cada vez más, subir, seguir dando pasos, no quedarse estancado o instalado; la meta es la cima de la montaña: ser otro Cristo.
Se impone un tomar conciencia de la novedad que debemos dejar suceder en nosotros, es decir, para que el Señor sea nuestro rey de Justicia necesitamos la conversión de nuestros corazones, el fruto de todo es la alegría.
Por eso necesitamos saber hacia donde nos dirigimos: de lo malo a lo bueno, de menos a más, de lo bueno a algo mejor. Cuando pensamos en la conversión, no pensemos sólo en haber salido hace tiempo ya de la hondura, no pensemos sólo en no haber cometido ningún pecado mortal, y no haber perdido el estado de gracia, pensemos en vivir la alegría de la salvación.
Preguntémonos, ¿qué tanto he subido y acrecentado mi fe, o sigo en el llano?; conversión es caminar y salir de, para ir hacia: del grado uno al grado dos, del dos al diez, del diez al veinte, y no termina nunca. Lo podremos hacer sólo en apertura y docilidad al Espíritu.
“Preparen el camino, Jesús llega” y, ¿qué mejor manera de prepararlo que buscando ahora la reconciliación con Dios? En la semana anterior nos reconciliamos con las personas que nos rodean; como siguiente paso, la Iglesia nos invita a acudir al Sacramento de la Reconciliación (Confesión) que nos devuelve la amistad con Dios que habíamos perdido por el pecado. Encenderemos la segunda vela de la Corona de Adviento, como signo del proceso de conversión que estamos viviendo.
Durante esta semana puedes buscar la confesión, para que cuando llegue la Navidad, estés bien preparado interiormente, uniéndote a Jesús y a los hermanos en la Eucaristía.
Salmo de San Francisco de Asís para el tiempo
del Adviento del Señor
¿Hasta cuándo, Señor,
me olvidarás por siempre?
¿Hasta cuándo apartarás tu rostro de mí?
¿Hasta cuándo tendré congojas en mi alma,
dolor en mi corazón cada día?
¿Hasta cuándo triunfará mi enemigo sobre mí?
Mira y escúchame, Señor, Dios mío.
Ilumina mis ojos para que nunca
me duerma en la muerte,
para que nunca diga mi enemigo:
He prevalecido contra él.
Los que me atribulan se alegrarían si yo cayera;
pero yo he esperado en tu misericordia.
Mi corazón exultará en tu salvación;
cantaré al Señor que me colmó de bienes,
y salmodiaré al nombre del Señor altísimo.
fuente: reflexionescatolicas.com