Para referirnos a la vocación franciscana, debemos tener en cuenta tres premisas. La primera es que, no debemos confundir o engañarnos del actual uso indiscriminado de la palabra “Vocación” pues hoy en día, es frecuente escuchar afirmaciones como: “Tiene vocación de cantante; de pintor; de medico etc, etc”, cuando alguien se dedica enteramente a un trabajo u obra. En este caso, la vocación se la identifica con una suerte de actitud o destreza para un determinado objeto.
La segunda es que: según nos enseña en el capítulo quinto de la Constitución dogmática Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, todos estamos llamados a la santidad. Lo cual indica que todo aquel que crea en Jesucristo, sea cual sea su estado o rango, está llamado a la plenitud de la perfección en Cristo Jesús. Desde este punto de vista la “vocación” es un llamado inclusivo que implica a todos los creyentes sin ninguna excepción. Aquí encontramos un elemento fundamental que no debe faltar en la “Vocación”. Es decir, una referencia a una elección, un llamado de parte de Dios.
La tercera es que: dentro del llamado universal a la santidad que nos señala la Lumen Gentium, podemos hablar de llamadas específicas, que podríamos definir exclusivas. Una elección, un llamado específico a un estado de vida según un estilo de los consejos evangélicos o al sacerdocio ministerial para cumplir una determinada misión.
Por lo tanto, cuando hablamos de vocación franciscana, nos referimos al lugar y modo, dónde y cómo la fe y la “vocación”, (o sea el llamado especifico) son vividos según un estilo específico.
Solía decir el pobrecillo de Asís: “Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede. Y el mismo altísimo y sumo, solo Dios verdadero, posea, a Él se le tributen y Él reciba todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las gracias y la gloria, suyo es todo bien; solo Él es bueno”. (Rnb 17,17). El estilo especifico de vida donado a Francisco, no se presenta autónomo e independiente, del llamado universal a la santidad, sino más bien, ligado intrínsecamente a este llamado universal. De aquí que el “salir del siglo” del pobrecillo debe entenderse como un desligarse del mundo, sin salir del mundo. Es decir, un permanecer en el mundo, con la ley de la Paternidad divina, que se revela en Jesucristo, pobre y humilde y en su Iglesia.
Podemos afirmar entonces que la vocación franciscana, consiste en el llamado especifico de seguir al Señor Jesucristo, pobre, humilde y crucificado, renunciando al mundo sin so traerse de él, viviendo en fraternidad de hermanos. En otras palabras, vivir el llamado a la santidad, tratando de configurarse a Jesucristo pobre y humilde, asumiendo la positividad del Absoluto y sumo Bien, presente en la realidad de este mundo dentro de su Iglesia. En especial en el servicio al don del hermano que forma parte de la fraternidad local y universal. Por lo tanto, el franciscano no es el que se so trae a la realidad del mundo, ni el que se deja arrastrar por la realidad mundana, sino el que sabe vivir y servir como hermano menor, su experiencia concreta de fe en la Iglesia, con sencillez y humildad, restituyendo al “Altísimo y Sumo, solo Dios verdadero, todos los honores y reverencias, todas las alabanzas y bendiciones, todas las gracias y la gloria, porque solo Él es bueno”.
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